David Barro
“…el mundo se halla desintegrado, y sólo si uno se atreve a mostrarlo en su disolución es posible ofrecer de él alguna imagen verosímil.”
Enrique Vila-Matas, El mal de Montano.
Nada mejor que el estudio de un artista para revelarnos la temperatura de sus obras. Una mirada atenta al de Lorena Domingo nos permite establecer ricas conexiones, entre la luz que baña sus cuadros y un suelo frío que contrasta con la tensión del encuentro con la pintura, un acontecimiento fugaz que se cuela entre los márgenes para convocar un interesante estado de suspensión. En mi primera visita, una de las cosas que más llamó mi atención es cómo Lorena Domingo consigue temperar el peso y los equilibrios. Es algo que se advierte cuando la artista comienza a manejar sus cuadros proponiendo distintas combinaciones, con un marcado sentido serendípico. No hace falta mucho más para que su pintura se despliegue, inquieta, reflexiva pero también emocional. Una pintura en la que la acción corporal nunca deja de estar presente; en sus pinturas abstractas son las líneas que su brazo y su hombro inscriben en el lienzo; en sus obras con figuras es el rastro, la velocidad de ejecución que se insinúa y que permite adivinar cómo la ejecución del proceso acompaña al pensamiento, en otras palabras, cómo la artista pinta dentro de la pintura, de sus formas, de sus estados, de su historia.
Su serie Paisaje de actos es un ejemplo de todo ello. Son imágenes del contacto de la pintura. Como esas líneas que se deslizan, últimamente invadiendo sus pinturas figurativas. Hay mucha historia de la pintura contenida en esa suerte de performatividad. Desde Mondrian a Silvia Bächli, pasando por Morris Louis o Barnett Newman. Sus líneas y superficies son producto de un automatismo secreto, de una relación íntima de la artista en su estudio donde esconde lo encriptado de su pintura. Es así como en las pinturas de Lorena Domingo se convocan las dislocaciones y lo irrepetible. En su serie Presencias me viene a la cabeza la etapa final de Mondrian, la más lúdica de su trayectoria. Hay momentos donde la pintura se convoca para escaparse, dejando que pasen cosas en el cuadro, pero también que desaparezcan, proyectando un camino, un lugar para la pintura. Las líneas chocan unas con otras, en ocasiones se pisan, otras se distancian, caminando en distintas direcciones, algunas horizontales, otras verticales, pero siempre semejan estar de paso, inacabadas.
En las obras que podríamos definir como abstractas de Lorena Domingo intuyo una inclinación hacia el bullicio ordenado. Pienso, entonces, en aquel empeño de David Reed de provocar un efecto de movimiento a partir del formato panorámico. Reed advierte que, al mirar una parte aislada de sus alargadas pinturas horizontales, las otras partes, que ves fuera de las esquinas de tu ojo, parecen moverse, porque la visión periférica es especialmente sensible al movimiento. “Puedo reforzar este efecto con la pintura, algunas zonas están borrosas como el fuera de foco fotográfico, y otras están representadas claramente”, llegará a decir. Lorena Domingo no busca lo mismo, pero trabaja con la pintura como residuo y eso solo está al alcance de quién sabe cómo pintar y conoce también qué quiere hacer con la pintura. Escruta así las figuras para convertirlas en manchas que flotan y funcionan del mismo modo que sus superficies abstractas, buscando la fugacidad del material, la maleabilidad de la pintura.
Es una pintura que busca los ruidos, las sensaciones, la presencia autónoma del trazo. Aunque nunca abandona el cuadro, la composición, su peso. Es su manera de conjugar las distancias, de mirar entre las cosas. Por eso no encuentro significante el que su pintura se plasme desde la figura o desde el gesto abstracto, porque de lo que realmente se trata es de auscultar la exégesis de la pintura, sus procesos, los problemas de lo pictórico.
Es una pintura rápida que contiene la pausa. De esas que se inscriben entre quienes procuraron enfriar la pintura pero que buscan en lo borroso del rastro su razón de ser. Hablo de pintores tan distantes como Alex Katz o Francis Bacon. El primero, presente de forma explícita, específica. Más allá de la paleta de color y de ciertos temas, me interesa cómo Lorena Domingo consigue, como Katz, acoger en su obra lo pasajero; cómo es capaz de contener lo simple de una escena sin acomodarse en la exhibición de recursos pictóricos. Los avances son tan sutiles como extremos. Porque Lorena Domingo convoca lo rítmico, tempera la pintura. De ahí que también me recuerde a alguien sobre la que pueda parecer más distanciada, como Bacon, que confesaba la intención de que su pintura se asimilara al rastro de un caracol que al deslizarse dejara su baba. Basta un solo cuadro para resumir su postura, para concentrar todas sus inquietudes, sus creencias, sus problemas. Para este cada cuadro era el reflejo de un conflicto, de una continua lucha del pintor contra la pintura, del individuo ante su misma condición. Bacon retuerce toda razón para explorar la más primitiva energía creativa, para desnudar la piel que envuelve las emociones, que emergen así descarnadas, sucias, violentas y viscosas como el rastro de ese citado caracol, el barniz de sus pinturas. Sus figuras se ofrecen densas y claustrofóbicas. En el caso, de Katz son atemporales y sofisticadas. Katz siempre mantiene el erotismo a raya, como Lorena Domingo. Son figuras ausentes, producto de un anterior vaciado conceptual y resueltas desde una economía de medios. Como en el caso de Katz, son excelentes ejemplos de la pérdida de referencias de la contemporaneidad. Pero en los tres casos hablamos de una carga emocional y psicológica.
Francis Bacon reconoció su tentativa de liberar el elemento animal de lo humano, valorando lo instintivo. El hombre, enclaustrado en un espacio indefinido, trata de escaparse, de expandirse. En este sentido, advertimos una pintura un tanto convulsa y agitada que resulta difícil de separar de las dificultades con las que tuvo que enfrentarse el artista: su dependencia del alcohol, su condición homosexual en momentos complicados, sus problemas de asma, su extravagancia, su inclinación por el juego… Resulta fácil intuir, entonces, esa capacidad para transgredir contextos y esa pintura que respira, que trata de existir, de sobrevivir. En el caso de Katz no hay sufrimiento, ni aparentemente mensaje social, es la exterioridad de la imagen la que se impone, abrazando lo frívolo, lo elegante, lo irrelevante y fresco, como las pinturas de David Hockney. Lorena Domingo también buscará el pequeño gesto, el detalle de lo fugaz con capacidad de permanencia. Otro mundo sin salidas. Como el de la pintura. Capaz de conectar lo interior y lo exterior en una suerte de banda de Moebius. Como una naturaleza muerta de Morandi. Nada más y nada menos que pintura, una imagen capaz de permanecer siempre latente.
Las obras de Lorena Domingo también me llevan a otras artistas como Silvia Bächli, que señalará que olvidar es una condición fundamental de su dibujo. Pienso entonces en Cézanne, un artista que, sin duda, llegó antes de tiempo. Su manera de primar la materialidad de los pigmentos, sus figuras monumentales, sus retratos inacabados o sus “reservas” o partes vacías que dejan entrever el blanco del lienzo, harán que su pincelada nunca semeje definitiva. Es algo que encontramos de una manera muy fresca en la pintura de Lorena Domingo. El propio Cézanne reconocerá al final de su vida que las sensaciones de color que da la luz son para él causa de abstracciones que no le permiten cubrir la tela ni perseguir la delimitación de los objetos, derivando en una dificultad para materializar el cuadro definitivamente. De ahí que podamos reencontrarnos con Cézanne en pinturas de artistas contemporáneos como Günther Förg en su obsesión por aprehender la pintura. Para mí, aún cuando fotografía, Förg es un pintor de atmósferas, porque persigue lo que transcurre, desestabilizando la forma para interpretarla como emoción, procurando sus posibilidades plásticas. Por supuesto, tendríamos que irnos más atrás hasta ver cómo Monet abandona el recurso del dibujo para primar el color, fundiendo la forma con el fondo, una tensión equilibrista que se acelera en Cézanne. Antes, Manet había traído el fondo hacia adelante. Mucho más tarde, los límites de la sensación se desbordan y exceden, proyectándose al servicio de la vibración.
La pintura de Lorena Domingo, heredera consciente de estos avances para con la pintura, es una suerte de elogio de lo efímero, una belleza que se precipita a una especie de abismo horizontal. Algo así como aquella situación que escribía Borges en Los conjurados, “sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío”. Esa pérdida es en este caso una suerte de acumulación o de palimpsesto. Capas de pintura. Lecturas de pintura. Su historia. El oficio. El mismo Borges lo señalaba a propósito de Marco Aurelio, afirmando que cualquier lapso, ya sea un siglo, un año, una sola noche o tal vez el inasible presente contiene íntegramente la historia. Para Lorena Domingo todo forma parte de algo y ninguna realidad, ningún motivo, funciona aislado. Uno de sus mayores logros reside precisamente en que aún en sus cuadros figurativos continúa hablándonos de los progresos de la pintura abstracta, o si se prefiere del acto de pintar la pintura. En otras palabras, si alguien se extraña del por qué Lorena Domingo pasa con total naturalidad de un cuadro figurativo a uno abstracto o viceversa, la respuesta está en que su tema no es otro sino los problemas pictóricos. Eso es así cuando pinta rayas, pero también cuando esa problemática se canaliza en un paisaje o una mujer. Siempre con formas que semejan caminar hacia su extinción y que abrazan el sentido de pérdida al que se refiere Georges Didi-Huberman cuando señala que “la modalidad de lo visible deviene ineluctable -es decir, condenada a una cuestión de ser- cuando ver es sentir que algo se nos escapa ineluctablemente: dicho de otra manera, cuando ver es perder” .
De ahí que, aunque pueda resultar extraño que entre sus referentes la artista cite a Robert Ryman, una mirada atenta a los matices descubrirá que esa afinidad no solo no es gratuita, sino que se sustenta en lo fundamental del ejercicio de lo pictórico. Por un lado, en esa idea de Ryman que la neutralidad del blanco le permite clarificar los matices de la pintura. Esa misma neutralidad máxima era la que llevó a Ryman a utilizar el formato cuadrado. No se trataba de un artista de escalas sino de peso, de mirada. Así, pinturas de gran tamaño en su caso pueden resultar íntimas, una vez que la modulación de su luz invita a examinarlas de cerca. Es algo que también sucede en las pinturas de Lorena Domingo, en las que al acercarnos descubrimos detalles que nos pueden conducir a figurativos como Katz pero también a otros artistas que trabajan la pintura como acto y proceso, como Juan Uslé, que ausculta la pintura como medio de representación del registro intelectual y vital de la realidad. Es dentro de los cuadros figurativos de Lorena Domingo donde descubrimos un proceso discontinuo y fluido, así como una pasión paradójicamente manierista por el gesto que remite a otros autores y que la artista consigue conjugar en un cuadro desde su conocimiento de la pintura. Porque la pintura se piensa y se arrastra; se pierde; se encuentra y se conjuga.
Lorena Domingo nos recuerda a toda una serie de artistas que, como Uslé, caminan con agilidad entre lo ligero y lo espeso de la pintura, desde la rapidez de unas pinceladas a la lentitud de otras. Lo formal y lo conceptual se declinan para exprimir las posibilidades de la pintura. Por un lado, el flujo del pincel. Por el otro, la carga de pintura y la luz que despierta. Podemos continuar hablando de Robert Ryman, pero también de una artista vital para entender el sentido actual de abstracción y casi siempre olvidada a la hora de hacer balance, aun siendo absolutamente básica a la hora de establecer el discurso contemporáneo de quienes supieron cuestionar el medio pictórico y su particular historia: Marcia Hafif. Para ella, el significado de la pintura monocromática está íntimamente asociado al acto de pintar, a la acción de pintar: “Tal y como funciona en el presente, este tipo de pintura ni es un medio de representación de la naturaleza, ni tiene como objetivo la auto-expresión del artista. Es, sí, un modo de pensamiento directo a través del cual el artista, recurriendo a la razón y a la intuición, elabora (crea) significado por medio de sus materiales o por medio del proceso de su utilización” . Hafif piensa la pintura monocromática a partir de su soporte, de los pinceles -analizando los tamaños y materiales-, de la tinta, del movimiento, de la trayectoria de la mano, hasta los disolventes utilizados. Todos estos factores, que siempre analiza de forma individualizada, le sirven para avanzar en eso que llamamos pintura abstracta. Lo mismo sucederá con Robert Ryman y toda una serie de pintores que trataron de eliminar del cuadro todo indicio compositivo. La pintura no debe mostrar nada más allá de sí misma, como señalará Joseph Marioni, “el propio cuadro es la obra” . Marcia Hafif lo destiló perfectamente: “En un cuadro realista o abstracto las pinceladas funcionan (y siempre funcionarán) a nivel subyacente, pero en un cuadro monocromo las pinceladas conllevan una carga significativa mayor. En lugar de servir a un propósito, ellas son ese propósito” . Es evidente que Lorena Domingo no lleva siempre su pintura a ese extremo, pero las pinceladas de su serie Sucedió lentamente se han empoderado de la figuración. La pincelada protagoniza sus Presencias y por supuesto su serie Paisaje de actos, porque se trata de evidenciar la pintura.
Para Hafif la pintura no debe estar al servicio de otras causas; en ese sentido hablaremos de pintura pura, aunque Hafif no encuentre el término adecuado: “En lugar de aceptar la simple dualidad habitual entre realismo y abstracción, debemos subdividir la pintura contemporánea en por lo menos cuatro categorías diferentes: 1. Representación de la naturaleza; 2. Abstracción a partir de la naturaleza; 3. Abstracción sin referencia a la naturaleza; y, finalmente, 4. El tipo de pintura de la que he hablado -categoría para la cual no existe un término mínimamente satisfactorio. Esta pintura ya fue designada ‘real’, ‘concreta’, ‘pura’, ‘absoluta’ y ‘pintura-pintura’. Es no figurativa y no icónica; existe por derecho propio en el mundo y no simboliza ni representa nada (a no ser, tal vez, pintura). No es una abstracción de algo exterior a sí misma; no utiliza los dispositivos ilusionistas y pictóricos de anteriores tipos de pintura, ni siquiera los de la tercera clase de la pintura objetiva” . La clave estará en mirar para la superficie de esas pinturas y no para dentro de ellas. También en reflexionar sobre cada una de las decisiones, comenzando por la más esencial: la propia elección de la pintura como medio.
Lo que nos interesa aquí, aunque para entenderlo necesitemos dar rodeos y saltos cronológicos es aquella pintura abstracta que nace después de la pintura abstracta. Un concepto clave para entender también la figuración de Lorena Domingo. Esa pintura que se manifiesta más como transición que como representación. Una pintura capaz de fabricarse a sí misma, de construirse a partir de su propia realidad fenomenológica, ahogando definitivamente cualquier atisbo de idealismo propio de la pintura anterior.
Hablamos de unos cuadros que ni reproducen objetos ni funcionan como objetos en sí mismos. Artistas como Imi Knoebel asumieron todas las posibilidades del color de un modo abierto, sin encorsetamientos ni sistemas. Cada color será la experiencia de su propia historia. Como en la serie En busca de un encuentro de Lorena Domingo. Es normal que Hafif no encontrara un término adecuado para este tipo de pintura pura. La pintura se arrastra y el cuadro se vacía, eliminando contenidos. La pintura se construye desde la ocultación de sus referencias, aunque al mismo tiempo hace visibles otras: las de la propia pintura. Pienso en Imi Knoebel, en la propia Hafif o en Blinky Palermo. Nos referimos a una pintura capaz de conformarse a partir de sus propias leyes. Como cuando Lorena Domingo plantea una sola pincelada como protagonista única de un cuadro. Autónoma. Una pincelada, no su representación. Históricamente hablaríamos de la indeterminación de Stephan Baumkötter, de Oliver Mosset, Helmut Federle, Günter Umbeg, Joseph Marioni o Agnes Martin; aunque será, sobre todo, Robert Ryman, quien genere más debate y quien me consta que sí ha influenciado directamente en Lorena Domingo, admiradora de sus pausas activas, de sus paréntesis y de sus abiertos procesos reductivos.
Convendría mencionar aquí el debate que tuvo lugar en 1993 en el Museo de Arte Moderno de Nueva York a propósito de la obra de Robert Ryman, “Pintura abstracta: ¿fin o comienzo?”. Este tema ocupa un capítulo -imprescindible para quien desee profundizar en una historia del arte monocromo- en el ensayo de Arthur C. Danto Después del fin del arte. Así, Danto tacha de “sorprendente que casi la misma confrontación parece haber sido llevada a cabo con la primera aparición seria de la pintura monocromática en nuestro siglo. Cuando el Cuadrado negro de Malevitch fue exhibido por primera vez en la gran muestra 0-10 en Petrogrado desde diciembre de 1915 a enero de 1916, colgando en la esquina de un espacio de forma diagonal y cerca del techo en la posición tradicional de un icono ruso, fue irresistible para los críticos asociarlo con la muerte” . Sin embargo, Malevitch lo entendía como comienzo, un comienzo relativo que significaría romper con un pasado narrativo. Robert Storr, comisario de la exposición de Ryman y moderador del citado debate, se preguntaba qué sugería la obra de Ryman en términos de posibilidades pictóricas no probadas. Y Danto interpreta la pregunta con otra: “¿podemos imaginar una narrativa para el arte abstracto, que es relativamente nuevo, que pueda ser tan rica como resultó ser la narrativa del arte ilusionista? (…) ¿Es posible pensar que habrá, digamos dentro de tres siglos, un artista abstracto cuya obra refiera a Ryman como la de Rafael refiere a la de Giotto?” . ¿Final o comienzo? Muchas son las lecturas suscitadas, y es que el cuadrado monocromo goza de gran “densidad de significado: su vacío es más una metáfora que una verdad formal –el vacío dejado por el diluvio, el vacío de la página en blanco” .
Uno quiere entender que sí. La propia Lorena Domingo se enmarca en esa tradición para reinterpretar desde la textura, la forma, la luz y el color, la bidimensionalidad del soporte pictórico. Lo curioso es cómo también lo hace desde la figuración. Algunos de sus trazos y barridos pictóricos, de sus arrastrados, nos llevan a autores como Jason Martin, con unas obras donde domina una presencia escultórica. El efecto óptico que acompaña su obra se debe a su modus operandi, que consiste en extender la pintura -con artilugios que él mismo construye- de un lado al otro del soporte irregular en ondulantes trazos paralelos, desafiando la rugosidad del soporte, a veces de un modo más obvio y tridimensional, y otras veces de un modo más sutil. Jason Martin se detiene en cuanto le satisface el resultado, provocado por el movimiento de su cuerpo de un lado a otro, emulando el gesto del expresionismo abstracto desde una postura mecánica; el grosor no es uniforme y el resultado es diferente según la base metálica o rugosa sobre la que se aplica la pintura. Lorena Domingo juega también con el gesto del pincel y de la brocha, pero lejos de quedarse en un gesto expresionista, canaliza su energía hacia un lado misterioso que está más cerca de pintores como Michaël Borremans, definiendo sus temas oblicuamente. Una pintura sin tiempo.
Siendo consciente de las diferencias, a veces procediendo de manera inversa para llegar a un mismo fin, continúo fijando la mirada en otros artistas para contextualizar el trabajo de Lorena Domingo. Pienso entonces en Magnus von Plessen, que también une sutilmente la abstracción y la figuración. En las pinturas de Von Plessen de hace algo más de una década, la barra de tinta era la unidad pictórica. Para Lorena siempre es esa pincelada que le permite arrastrar y expandir la pintura. Von Plessen la aplicaba o acrecentando o sustrayendo, algo que deriva de un Luc Tuymans preocupado por destacar la sustancia material de la tinta en detrimento de la mimesis. Son artistas que basculan entre marcas positivas y marcas negativas, lo que genera un tipo específico de espacio pictórico. Algo aplicable a Wilhelm Sasnal y que también intuyo en Lorena Domingo, aunque su pintura sea más amable y sofisticada.
Pero me gustaría volver sobre su serie Paisaje de actos, que es donde la artista clausura más agudamente lo narrativo. Se trata de una pintura de síntesis, donde la economía y la restricción coquetean con lo simbólico. Tendríamos que remontarnos al grupo Support-Surface francés o al grupo BMPT, formado por Daniel Buren, Olivier Mosset, Michel Parmentier y Niele Toroni, que serán quienes se propongan investigar qué es lo mínimo necesario para que algo en una superficie pueda ser considerado pintura. En obras como las de Buren o Toroni no se nos ofrece para ver algo determinado, lo que se busca es preguntarse cómo es eso percibido. Mientras Mosset se preguntaba qué es la pintura y cómo se debe pintar para que esta funcione como pintura, Toroni se preocupaba por una pintura que lo dice todo y no dice nada. Hablamos de una pintura que apenas se muestra a sí misma, que se da como un objeto más en el mundo, si pensamos en Buren. Él mismo, señalará que “aquello que, paso a paso, me aproximó de la forma que aún ahora utilizo, fue, según creo, en último análisis, una destrucción. El inicio ocurrió en mi propio trabajo, como el destruir del proceso que lleva a la producción de una obra de arte, o sea, de cualquier objeto que puede ser transportado para cualquier lugar y que es, sobre todo, una mercadoría” . Así, mientras Mosset constató que bastaba pintar un círculo en el medio de una superficie para que la articulación mínima de la superficie pictórica fuese alcanzada, Johannes Meinhardt señala cómo Buren y Toroni fueron más allá de esa implicación perceptiva al llegar a la conclusión que “hasta la delimitación de la superficie pictórica (necesaria para la determinación de un centro) y, de un modo general, la existencia de un soporte autónomo son condiciones que pueden ser eliminadas, pues cada superficie material y funcional ya es delimitada, ya sea como pared, como panel para posters, panel publicitario o superficie textil. Al inscribir en la superficie preexistente una simple serie de marcaciones, se obtiene una articulación mínima que permite ver la superficie material como superficie pictórica” . A partir de entonces, la obra será pintura, ni más ni menos, simplemente pintura.
En su serie Paisaje de actos la artista nos niega el origen de la mancha. El trayecto del pincel invoca un devenir. Posiblemente un sentimiento. O una expresión. Porque se trata de una pintura en fuga, transitiva, que obliga a contemplar la factura de su ejecución. El gesto se ve desmembrado y se nos ofrece literalmente el registro de ese acto. A veces repetido, o en combinaciones y cadencias varias. La pintura se asume como acontecimiento. Como pintura. Podríamos concluir entonces que, en muchos casos, Lorena Domingo deja trabajar a la pintura, aunque goza de una metodología previa. Su interés por investigar el proceso de pintar le lleva a controlar muy directamente su relación con el soporte, realizando movimientos de gran sencillez que derivan en figuraciones o abstracciones al extender la pintura. El resultado es un tipo de pintura de superficie, de apariencia inacabada, donde el pigmento se hace camino hasta un punto en que nos hace deslocalizar el origen de los gestos.
El resultado nos lleva a una pintura contundente y paradójicamente íntima. Una pintura vivida y esencial que establece una línea histórica con la pintura neorreduccionista del Supports-Surfaces francés, la pintura de campo del expresionista Barnett Newman y, en general, con la condición metalinguística de la historia de la pintura. De ahí también el sentido de serie como insistente cuestionamiento de qué tipo de imagen es la pintura.
Otra vez necesito irme a la pincelada. A esa que viaja autónoma, protagonista del cuadro. O esa que sirve para componer su figuración. Una pincelada que enmarca y contiene, que se empodera para manifestarse como tal. Evidenciar la pintura y sus procesos. De eso se trata. Vuelvo entonces sobre la Radical Painting y pienso en un cercano Ingo Meller, con una pintura que se sitúa en conflicto con el cuadro, asumiendo asociaciones condicionadas por el color, la piel, el sentido de la pincelada y, en muchos casos, la forma irregular de la tela. Las obras de Ingo Meller, como muchas de Lorena Domingo parecen sin terminar, pero sin embargo funcionan como un todo no resuelto. El enigma es una clave absoluta. La capacidad de incitación es inagotable cuando la pintura se disgrega. Son obras donde resuena lo posible, vibrantes en tanto que ininteligibles, libres, puras. Otra vez esa idea de pérdida que citábamos a propósito de Didi-Huberman. La pintura se lleva a una situación extrema.
Lo aseveraba en otros términos un escultor muy pictórico, Giacometti: “Es imposible dejar algo acabado” y “es imposible reproducir lo que uno ve”. Son palabras de Giacometti al escritor James Lord. Cuando la realidad se escurre. O se ciega. Como cuando alguien muere, pero la imagen persiste. Giacometti decía que hay que tener valor para dar la pincelada final que hace que todo desaparezca. La muerte está en sus creaciones, inconclusas, inacabables. La materia se deshace, anuncia su finitud, el camino para la muerte.
Lorena Domingo comparte esas dudas, y ese valor. No resulta posible avanzar en la pintura sin aprender a caminar por ella. Porque la pintura es una trama móvil que se experimenta desde dentro. Es algo muy de Deleuze, cuando reflexiona sobre el carácter interno de la imagen. Para el filósofo las imágenes no están en la mente o el cerebro, sino que el cerebro es una imagen entre otras. Por eso no dejan de actuar y reaccionar unas sobre otras, hasta convertir el tiempo en la cuarta dimensión de la imagen y la pintura en una textura temporal. Ese tiempo en que advertimos el transcurrir de la pintura está latente en las obras de Loreno Domingo, que se inscribe en los terrenos de eso que Lyotard definió como “espacio emocional”.
Para quien piense que, a estas alturas, he dado muchos rodeos, podría explicarlo más gráficamente: para Lorena Domingo la imagen no es lo importante, sino la capacidad que tiene la pintura para auscultarla, el cómo será pintada esa imagen, el proceso serendípico en el que se revelan las tensiones, la elección del soporte, del pincel, la medida, el peso. Se trata, por tanto, de un juego de fuerzas, de velocidades, de vacíos… una suerte de combate de elementos pictóricos.
Para Lorena Domingo, lo pictórico, la acción propia de pintar, todavía sigue siendo vital como proceso generador de la imagen. La pintura se da dentro de la propia pintura y el gesto pictórico transmite la noción de algo muy particular. Se trata de debatir cuestiones estéticas internas de la pintura sin olvidar el proceso. Es algo que ha interpretado con especial perseverancia Fiona Rae, de quien recojo una frase ilustrativa de esa pintura de combate que ella misma ha comparado con una lucha: “Puedo tomar una versión occidental sentimentalista de un oso panda, un dibujo extraído de la caligrafía china, el movimiento de un limpiacristales, una actitud expresionista abstracta de cara a esparcir el óleo, estructuras ese todo en torno a una pincelada tímida, irónica y multicolor de gran escala, ponerle al cuadro como título la interpretación japonesa de una frase inglesa y… mira!!! Obtengo una extraña imagen de encuentros inesperados y conversaciones que espero proporcionen un atisbo de un vivaz e inquieto mundo futuro”. Como en Fiona Rae, en Lorena Domingo la imagen es una excusa, su tema es otro: un juego de equilibrios de elementos pictóricos, una suerte de encuentro de densidades y ocultamientos, de decisiones racionales y otras más sentimentales o, si se quiere, físicas, una vez que es su propio cuerpo el que marca donde comienza y acaba el gesto.
Hablamos de escalas, de intensidades, de tiempos. En la pintura hay que aprender a demorarse dejando que una imagen despliegue su riqueza. Es algo obvio en las obras más abstractas, pero también en las figurativas, llenas de matices que nos sumergen en lo pictórico. Gadamer lo llama verweilen, me encanta, puede q lo pille para el título del de la pincelada..
una espera sin prisas que revelará las interioridades de la obra. La mirada del observador determina la subjetividad del objeto y la realidad es duración en el sentido otorgado por Bergson cuando señala que las cosas son abstracciones de la realidad al igual que las representaciones son abstracciones de las cosas. La pintura está en la tensión de la duración.
John Berger se hace una pregunta de apariencia simple, aunque extraordinariamente compleja, y se desliza sobre su respuesta: “Qué es pintar un paisaje? Se dice que la pintura de paisajes ha muerto de muerte natural. Es cierto que no existen grandes paisajes modernos comparables a los del pasado. Pero, ¿y aquellos que no son comparables, que no son ni siquiera paisajes? Pues de esto se trata: el género ha cambiado hasta volverse irreconocible. El cubismo deshizo el paisaje cuando deshizo la pintura. Es muy poco probable que la apariencia específica de un paisaje dado vuelva a ser el objetivo de un pintor importante. Pero puede ser perfectamente su punto de partida. La pintura de paisajes debe incluirse hoy en la Pintura en general. Eso es lo que significa su muerte natural” .
Para Berger la claridad del máximo parecido de la realidad ha quedado obsoleta. Es algo similar a lo narrado por Marguerite Yourcenar en su célebre texto El tiempo, gran escultor: “Nuestros padres restauraban las estatuas; nosotros les quitamos su nariz falsa y sus prótesis. Nuestros descendientes, a su vez, harán probablemente otra cosa” . Yourcenar comienza su relato asegurando que el día en que una estatua está terminada, su vida, en cierto sentido, empieza. Se ha salvado la primera etapa que, mediante los cuidados del escultor, la ha llevado desde el bloque hasta la forma humana, una segunda etapa, en el transcurso de los siglos, a través de alternativas de adoración, de admiración, de amor, de desprecio o de indiferencia, por grados sucesivos de erosión y desgaste, la irá devolviendo poco a poco al estado de mineral informe al que la había sustraído su escultor” . Es evidente que nuestra forma de comprender la realidad ha evolucionado y que el arte en el siglo XX ya no es pensado como si fuese un espejo. Nada nos llega como tal, ni una estatua griega tal y como las conocieron sus contemporáneos, ni una figura o naturaleza pintada por Lorena Domingo. Porque la primera idea, la imagen, la disculpa, naufraga en una suerte de sensaciones, del mismo modo en que Yourcenar describe cómo en muchas esculturas que sobrevivieron a expolios y ataques durante mucho tiempo, la forma y el gesto que les había impuesto el escultor no fueron para esas estatuas sino un breve episodio entre su incalculable duración de roca en el seno de la montaña y luego su larga existencia de piedra yacente en el fondo de las aguas.
Lo señala con especial lucidez el propio Berger: “Lo más difícil de todo cuando se pinta sobre el terreno es mirar al lienzo”. Efectivamente, la mirada se mueve entre la escena y la pincelada. Ahí radica la grandiosa disciplina de Paul Cézanne, que era capaz de mirar a su propia pintura con la misma paciencia y objetividad que al tema en cuestión. Porque conforme la obra progresa, más fuerte es la tentación. Lo interpretado declina interpretación.
Pienso en la relación de Herbert Brandl con la imagen de la montaña, algo en lo que ya me he detenido en otras ocasiones. Como Robert Walser en lo literario, Brandl afronta la pintura como recorrido, como auscultación y búsqueda de la luz. A partir de imágenes que proceden de guías de montañismo, trabaja una evocación en la que el referente original remanece como leve recuerdo en el lienzo. La posición ambigua de su trabajo hace que muchas de sus piezas sean consideradas figurativas, aunque esas mismas obras nos remiten a una abstracción producto de su disolución en color. En cierta manera, se podría hablar de control y descontrol porque Brandl explora la superficie, la densidad, el volumen y, en definitiva, un proceso que entiende como reacción interactiva permanente; en primer lugar espacio, después tinta, posteriormente la espacialidad de la superficie… Brandl se pregunta cuándo tenemos el control sobre un cuadro y confiesa que su interés se centra en poder estar delante de él, que éste le circunda, le envuelva. Se reivindica así lo gestual y la sorpresa, por eso acompaña las características de la tinta, su fluidez.
Artistas como Herbert Brandl o Lorena Domingo nos recuerdan que la imagen, que solía ser el tema de la pintura, ha llegado a ser el objeto de procesos que casualmente la hacen vagar por el borde del abismo, ese que solía separar los diferentes mundos: estructuras abstractas, gestos y símbolos son repentinamente transformados en figuras concretas, mientras que figuras concretas se revelan repentinamente a sí mismas como formaciones abstractas. Una fotografía, o si se quiere, una imagen, digamos el punto de partida, deja de funcionar como huella de una realidad que ha existido y se convierte en un modo o manera de ver.
Porque a Lorena Domingo lo que le interesa es el componente latente de la imagen. Es algo que advertimos en Gerhard Richter o en Luc Tuymans, que entienden la pintura como medio de expresión retardado. La realidad se exprime, pero para extraer su pulso, y el espectador debe agudizar su mirada para tomar una serie de decisiones que, sobre todo tienen que ver con pintura y con su capacidad para condensar la imagen y abrazar su esencia. Al fin y al cabo, será Gerhard Richter y su estrategia básica de destruir para posteriormente deconstruir las evidencias de la pintura, quien lo cuestione todo a modo de contrapunto a la pintura analítica. Richter señala cómo no pretende aceptar la diferencia fundamental entre las imágenes “puras”, que únicamente se representan a sí mismas y aquellas que simplemente reproducen algo. Porque como sucede con los protagonistas del cine de Tarkovski, ante sus obras el mundo se desliza a nuestro lado, sin bordes fijos, donde todo son orillas franqueadas por vaho, que impide el paso de la mirada, la transición entre espacios fluidos, entre paisajes de tinta.
Sería algo así como la marcha hacia el bosque narrada por Jünger, una naturaleza sin medida, imposible, inaccesible. Pero es, sobre todo, pintura. Una pintura que nace de la propia pintura. Pienso en Cy Twombly, para quien la línea es la experiencia de su propia historia inherente: no explica nada y no va más allá de su propia personificación. No deja de resultar curioso que este artista norteamericano haya llegado a trabajar en el Pentágono como criptógrafo, interesándose así por las escrituras ocultas y por la escritura en la oscuridad, llegando después en pintura a una suerte de automatismo psíquico producto de la acción de dibujar en la oscuridad. Desconozco si Lorena Domingo ha dibujado en la oscuridad, pero ciertamente es en ese lugar, entre la confesión y la confusión, donde emerge suspendida la absoluta inaccesibilidad de la pintura.
Porque no es la imagen en sí lo que se pretende, sino el proceso de construcción y deconstrucción, la incertidumbre generada por un tiempo que, en su carácter encriptado, no nos deja saber si las formas experimentan un estado de emersión o si por el contrario están siendo destruidas y asistimos a una fase de su virtual desaparición. Como diría Didi-Huberman, el espacio condición deja lugar al espacio problema. Es ahí donde la elección del encuadre y el color, la destilación de lo anecdótico o sumisión de lo descriptivo, la capacidad de abstracción de nuestra mirada, su temporalidad y toda otra serie de toma de decisiones, nos sirven para conseguir la densidad de sentido que puede llegar a albergar una pintura capaz de proyectar lo que nos rodea, pero también el cúmulo de sentimientos que nos habita. Lo exterior y lo interior de la imagen conviven en la pintura. Se trata de pensar la pintura pintando. Por supuesto, con espacios en blanco. Porque al final, las raíces estaban claras.
David Barro